Gurdjieff y la ciencia del Ser – Henri Tracol

 

¿Quién era Gurdjieff?

¿Un escritor? Indudablemente no. No tenía ni el tipo de cultura ni la preparación literaria que nos parecen imprescindibles para ser capaz de componer libros. Sin embargo llegó a dejarnos una obra de una amplitud impresionante, cuyo alcance, hoy por hoy, sólo podemos presentir. Tenía algo que decir y lo dijo, en una forma inimitable.

Tampoco era un “filósofo”. No hablaba el lenguaje convencional de los círculos que se dedican a especulaciones de altos vuelos.

No pergeñó ninguna teoría inédita para deleite de los entendidos. Pero a pesar de su aparente falta de competencia, aquel “buscador de la verdad” supo remontarse a la fuente escondida de la que mana la sabiduría de siempre, y con la fuerza auténtica desde su determinación y su poder consciente de adaptación, logró dar a su pensamiento una forma que le permitió expresar y transmitir a los hombres de hoy los principios fundamentales de un conocimiento objetivo.

Así pues, no tenía otro propósito que decir otra vez lo que ya se había dicho desde la más remota antigüedad; pero decirlo de manera que diera vida al deseo de experimentarlo y ponerlo a prueba, en lugar de filosofar doctamente en el vacío.

Esta concepción del conocimiento como algo que se ha de experimentar y saborear a través de una experiencia en la que uno se implica directamente, le situaba en las antípodas del “espíritu científico” tal como lo hemos heredado del siglo pasado, espíritu que, pese a algunas excepciones de primera magnitud, sigue prevaleciendo en la mayoría de los sabios contemporáneos, tan preocupados de situarse humildemente fuera del objeto de sus investigaciones, eliminando el famoso “coeficiente personal”, y al mismo tiempo pretendiendo someter las fuerzas de la naturaleza y conquistar hasta los lejanos planetas de su sistema solar.

Esta es la verdadera piedra de escándalo. Con ella tropezamos cada vez que pretendemos conocer algo desde fuera, como si no nos concerniera en absoluto. Hemos olvidado el sabor del saber, de la “sapiencia”. Nuestros saber ya no tiene ningún sabor. No por falta de interés, pero nuestro interés va cada vez más hacia la periferia, hacia los resultados más espectaculares de poderío aparente.

Al desterrar a Dios de los laboratorios, se corría el riesgo de perder el sentido de un fin real para la investigación, y como no se puede comprender nada sin alguna apariencia de significación, los sabios modernos profesaron la religión artificial del progreso sin fin, cuyo Dios no puede ser sino el hombre mismo, pero un hombre  aislado, desintegrado por su ilusión de estar solo en un universo al que niega la vida.

En cuanto a los que se entregan a la terrible pasión de la ciencia pura, de la “ciencia por la ciencia”, caen en la misma trampa que los que se dedican al “arte por el arte”: se engañan así mismos y se pierden en un espejismo del que ya no pueden salir. “El hombre moderno colecciona llaves sin preocuparse por saber si pueden abrir puertas” (Fritjof Shuon)

A esta ciencia codiciosa, embriagada por sus aparentes éxitos, a esta ciencia que aleja cada vez más al hombre de sí mismo, se aplica admirablemente el proverbio bíblico:” el insensato mete la mano en el cuenco, pero se olvida de llevársela a la boca”.

Y en realidad no es la acumulación sinfín de nuevos hechos o de puntos de vista originales lo que debiera importarnos, sino la posibilidad de integrarlos, para que de ello resulte un enriquecimiento sustancial.

Necesitamos comprender de dónde viene esa sed de conocer y quién va a sacar provecho de ella. “Ciencia sin consciencia no es sino ruina del alma”, decía Rabelais. Si se ignora su punto de partida y su punto de llegada, el saber pierde su raíces y acaba yéndose a la deriva. La cosecha de descubrimientos cae en un túnel sin fondo, el hombre la lleva a cuestas como una carga cada día más pesada para sus hombros maltrechos, sin que le aporte ninguna satisfacción verdadera.

Y ahora, si yo me pregunto: “¿me conozco a mí mismo?” ¿Soy consciente de mí mismo?” Y si trato de ser sincero, la respuesta sólo puede ser negativa. Pero ¡qué raro! Existo, y sin embargo no se quien soy en realidad.

¡Mi propia vida es como la de un extraño del que no sé nada! Esta vez me siento directamente en juego y ya se levanta en mí el deseo de conocerme para dejar de estar ausente de mi vida, para descubrir lo que me impide ser lo que pudiera ser y manifestar las potencialidades escondidas que presiento en mí.

Acerca de esto, ¿qué dice Gurdjieff? Dice que no se puede hablar de conocimiento sin tener en cuenta el ser al que se refiere ese conocimiento. Dice que el conocimiento de mi mismo depende muy estrechamente de mi ser, dicho de otro modo, que el valor y la calidad de mi saber, ya que no su amplitud, corresponden a lo que soy actualmente. Dice que si deseo desarrollarme, mi ser y mi saber ande crecer “simultánea y paralelamente, ayudándose mutuamente” y que de su conjunción íntima nacerá la comprensión, es decir el auténtico saber del ser.

No obstante Gurdjieff añade que no puedo entender este lenguaje, y que cada una de estas palabras puede dar lugar a un malentendido por mi parte,  pues me falta la clave que me permita situar a cada momento el punto de vista desde el cual está hablando, y su rigurosa relación con el conjunto.

Esa clave existe: es el principio de la relatividad.

Según este principio, cada entidad del universo no existe si no por relación con el conjunto de qué forma parte, es decir, esencialmente, en la medida en que participa en el todo.

Y Gurdjieff nos ofrece una visión grandiosa del universo, compuesta de mundos contenidos unos en otros, en los cuales vivimos simultáneamente, estando en indiferente relación con cada uno de ellos.

La desdicha es que en esta inmensidad me siento aún más perdido. ¿Cuál es mi lugar, para que sirvo, que es lo que justifica mi presencia en el universo? Comprendo que yo sólo jamás lograrás resolver el enigma.

Lo que me falta es una manera totalmente nueva de acercarme mi problema, no por fuera, sino por dentro. Lo que me falta es la ciencia del ser.

No, Gurdjieff no era un filósofo ni un sabio moderno. Tampoco era un profesor erudito, acreditado para impartir una enseñanza correspondiente a su especialización. Nada de eso. Gurdjieff era un Maestro.

¡Ya oigo el coro de protestas, aunque sean mudas!

Se ha discutido mucho sobre la no utilidad, y hasta la nocividad de los “Maestros”, idea que en muchos casos suscribiríamos de buena gana, pues siempre está lo peor aún paso de lo mejor… Hay Maestro y maestro.

Podemos decir que según las concepciones tradicionales, la función del maestro no se limita a la transmisión de doctrinas, sino que más bien significa una verdadera encarnación del conocimiento, gracias a la cual el maestro puede ejercer una influencia activa, con objeto de ayudar al discípulo en su búsqueda.

Y es verdad que esto representa un peligro,el peligro de la intervención abusiva, el peligro de sugestión y de usurpación. Es lo que Gurdjieff llama “magia negra”; contra ella nos previene insistentemente, diciendo que su característica más constante es la tendencia a suscitar pasión en las personas, utilizándolas, aunque sea con las mejores intenciones, sin que ellas sepan que las están utilizando y sin que comprendan de qué índole es el objetivo que se les propone; dice que esto se hace “suscitando la fe en las personas”, o bien “ejerciendo una acción sobre ellas por medio del temor”.

Gurdjieff, al contrario, insiste en que no debemos hacer nada sin comprender lo que estamos haciendo. Comprender es la primera exigencia de su enseñanza.

“En este camino no es necesario tener fe”, dice, “lo que se requiere es un poco de confianza, y aún esto, no por mucho tiempo, porque cuanto antes comienza un hombre a experimentar la verdad de lo que oye, mejor es para el…” el hombre experimentar por sí mismo la verdad de lo que se le enseña.

La ciencia del ser no es gratuita. Cuesta muy cara, y en el mercado de los valores reales, bien sabemos que el único poder adquisitivo es el esfuerzo consciente.

“En este camino no es necesario tener fe”, dice, “lo que se requiere es un poco de confianza, y aún esto, no por mucho tiempo, porque cuanto antes comienza un hombre a experimentar la verdad de lo que oye, mejor es para el…” el hombre experimentar por sí mismo la verdad de lo que se le enseña.

La ciencia del ser no es gratuita. Cuesta muy cara, y en el mercado de los valores reales, bien sabemos que el único poder adquisitivo es el esfuerzo consciente.

Henri Tracol

(Fragmento del libro Buscador de nacimiento. Ed. Ganesha

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